lunes, 14 de enero de 2013

Para mi abuelo Jesús de su nieto David

México, D.F. 14 de enero de 2013 Para decir algo sobre lo que me dejó mi abuelo Jesús me basta con mirar alrededor. Me gustan los libros y de alguna manera vivo de eso. Cuando niño mi abuelo fue quizás la primera persona a la que vi tomar un libro por gusto. Entonces me preguntaba ¿qué podía encontrar ese señor entre tanta letra sin dibujitos? Con el tiempo creo haber entendido algo. Mi madre me contó que su padre no había estudiado más que el tercer año de primaria, sin embargo era un hombre de una gran cultura, conozco dos o tres licenciados que envidiarían ese bagaje. Recuerdo vagamente al abuelo y a los primos en el patio de atrás, un libro pasaba de mano en mano, el reto era leer con claridad respetando las pausas de la puntuación. Recuerdo su gusto por el Quijote y me pregunto ¿qué porcentaje de la población lo habrá leído? Don Jesús era uno de ellos, desde luego. Muy joven intenté emprender ese viaje por mi cuenta, no pude, me faltaba paciencia y me sobraba pubertad. Luego ya mayor, viviendo en Guanajuato pude hacerlo, y entonces supe que una obra maestra es aquella que habla a los hombres de todos los tiempos. En donde otros vieron locura, y qué locura es leer libros en estos tiempos, yo pude ver un canto a la libertad, al amor, a la justicia. Comprender eso me ayudó a ver en mi abuelo a un amigo con quien compartir libros. Hablábamos largos ratos sobre historias y cosas que descubríamos en ese mundo de papel, muchos libros fueron y vinieron, guardo algunos en mi librero, otros ya los llevo conmigo, como la maldición de la calvicie, el gusto por las historias y la tinta impresa…y la forma de la nariz. Nací en Irapuato y siempre me han preguntando por qué le voy al León. Como las mañas y los gestos un equipo de futbol es algo que se hereda. Recuerdo un día de 1991 en que mi abuelo me llevó por primera vez al futbol. Recuerdo el color del pasto y mi asombro, el estadio a reventar, el olor a cerveza y a orines, la tonada de un silbido. Recuerdo que era un juego contra las Chivas, aquel tsuru rojo en el que nos llevaba al estadio y la voz del locutor de La Poderosa. Aquella noche el León le ganó al Guadalajara 3 a 2. A mi edad sé que el fútbol ya no es lo que era, como están los tiempos es inevitable pensar en que es un gran negocio y que no vale la pena frustrarse por algo que se repetirá en menos de seis meses. Jamás podré volver a ver un partido con la inocencia de los siete años, con todo eso, veintitantos años después, me sorprendo a mí mismo sufriendo y gozando por esos colores y hasta sonrío… tan cierto como que las mañas y los gestos se heredan. Jesús Esquivel era un hombre de trabajo, como a casi todos sus nietos, y aunque yo era el fuereño, también me tocó pasar por su imprenta. Hoja blanca, hoja azul, hoja amarilla, ir por las tortas, ayudarle a Hugo a limpiar los rodillos de las máquinas. Al final de la semana tenía las anginas como ciruelas pero también un sobre con mi primer salario. En una semana aprendí lo que era un tipo y un cuadratín, una rama y a leer y escribir al revés. Supe del valor de un oficio y ahora entiendo que es algo muy distinto a una carrera o licenciatura, entiendo que es un asunto de tradición y amor e implica una forma de enseñar y de aprender que no se puede tener ni en la más cara de las escuelas. Después de aquella semana de verano regresé a la primaria para contar lo que había hecho: era grande, trabajaba como mi abuelo. Para entonces ya casi no se notaba pero todavía me quedaban unas manchas de tinta en los dedos, entre la piel y la uña, que no se quitaban con casi nada, ya tenía yo dedos de impresor. Hoy en día, a menos que seas norteño, es muy difícil encontrar gente a la que le guste el béisbol. Aunque por estos lares mi afición me hace un bicho raro, siempre digo que el gusto se lo debo al abuelo. A mí ya no me tocó verlo jugar, pero sí supe de ese aire de leyenda que se respiraba en la casa; entre trofeos, fotos, gorras, pelotas y la camisola verde de un equipo llamado “Los Limones”. Por imitación de Don Jesús, como muchas cosas en mi vida, me dio por practicar el beis. Si bien empecé chico y le echaba ganas, nunca fui buen jugador. Entonces supe que el talento no siempre se hereda. Alguna vez mi abuelo fue a verme jugar y a mí más bien me dio pena dar pena. Con todo eso fue bonito que se encontrara en el campo de Irapuato con sus viejos amigos, habían pasado treinta o cuarenta años desde que esos hombres jugaron y sin embargo la amistad perduraba. Cuando llegué a la universidad en Guanajuato quise seguir jugando. Al presentarme en el campo le di mi nombre al entrenador y él me preguntó: -¿Tú qué eres de Jesús Esquivel?-, -Es mi abuelo-, le dije. Recuerdo que su cara se iluminó y supe entonces que jugaron juntos allá por los sesentas. El "Charro" Raya, que así se llamaba, me contó muchísimas historias del gran Esquivel. Cuando iba a León pasaba horas preguntándole a mi abuelo por aquellos días, enviando saludos entre esos dos jugadores, héroes de un tiempo en sepia… Un día platicando en la mesa de la casa le dije a mi abuelo que estaba buscando un guante, que el mío ya estaba en las últimas, recuerdo que se levantó y me dijo ven, fui a su cuarto y me regaló su guante, su “manilla” como él decía. La manilla estaba hecha al modo de sus manos grandes. Poco tiempo después un día jugando, no sé en dónde, alguien la tomó prestada y me dijo: -este guante agarra solo-, entonces me di cuenta de que el espíritu también es aquella marca que vamos dejando sobre nuestras cosas. Ya no uso ese guante para jugar, más bien lo conservo con cariño, tal vez algún día pueda decirle a mi nieto, probablemente un norteño, ven, te regalo esta manilla, cuídala mucho, tiene el espíritu del Flecha.

2 comentarios:

Mafufa dijo...

Que bonito que se expresa... ¡Harto cariño y respeto hay en esas sencillas palabras! :)

Carmen S. dijo...

Bien se saborea lo escrito y ... cuándo publicas nuevamente?

Un abrazo David.