lunes, 22 de diciembre de 2008

Banquete, la película

http://www.youtube.com/watch?v=FC_PPaYHi_Q

Aristófanes, corto de Pascal Szidon


Speech Of Aristophanes (Plato, Symposium 189d-191d) - More free videos are here
Sobre Aristófanes y el mito de la media naranja, la comedia de las contingencias corporales.

Por: David Esquivel

“Para ser el todo, primero hay que estar dispuestos a ser una mitad”.
Martha Nussbaum

Cuántas veces, en broma o en serio, los seres humanos nos hemos percatado del hecho ineludible de tener un cuerpo. Continente, máquina perfecta de armonía maravillosa, fuente de placer y dolor. A veces, recipiente, bolsa de sólidos, líquidos y humores, ruidos y excrecencias. Las consideraciones que todo ser humano pueda tener sobre el propio cuerpo y el de los otros, son variables como sabemos y experimentamos en lo cotidiano. En efecto, el cuerpo propio y los cuerpos ajenos son objetos que anulan flagrantemente el principio de identidad. El cuerpo, que aparentemente siempre es el mismo, es una entidad múltiple, en forma y función. El cuerpo sube, baja, duele, goza, se consume o se distiende y en algún momento, ¡Oh! verdad tan verdadera, se pudre y desaparece. Mientras tanto, como será el caso de este artículo, el cuerpo constituye también una fuente de inspiración. En efecto, si resulta imposible dejar de vivirlo, de sentirlo, de acarrearlo, es evidente que en algún momento “el cuerpecito” se convierta en tema para un ensayo. Un buen día, revisando aquí y allá ciertos documentos sobre un viejo sabio llamado Platón, me llamó la atención que el filósofo hubiera dedicado una parte importante de su obra a hablar sobre el amor. Para ello, y con el estilo que caracterizaba al ateniense fue necesario construir un escenario. Es por eso que a Platón se le ocurrió que el mejor sitio para discurrir sobre “eso que llaman amor” podría ser una fiesta. (Sí, como las que hacen de nuestra vida llena de trabajo y preocupaciones, un sitio menos lúgubre y mezquino, con copas, risas y algunos excesos) Ya en la fiesta a la que podemos asistir gracias a la pluma del demiurgo Platón y teniendo la narración como invitación al Banquete, podemos ser testigos de algunos de los discursos más bellos que se han pronunciado sobre el amor, uno de ellos además, tiene la virtud de ser, pronunciado por uno de los comediantes más afamados de Atenas. He aquí algunos comentarios acerca de este relato.

Como ningún otro orador del Banquete platónico, Aristófanes, el comediante, señaló un hecho fundamental: El amor se realiza en los cuerpos. En ellos y por ellos es que el amor, fuerza cósmica y divina puede concretizarse y tener un lugar en el mundo. No resulta para nada extraño que Platón haya escogido a un comediante como Aristófanes para ser la voz de las manifestaciones corporales del amor. La comedia, como sabemos, tiene su origen en antiguos ritos de celebración de la vida. En dichos ritos, existía un elemento material sobre el que giraba la dinámica de la celebración, un “comos” o falo ritual, símbolo del poder y la generación. Esa misma tónica de las primeras celebraciones “cómicas”, hizo del género un lenguaje siempre cercano a lo corporal. Ya fuera para ironizar, mermar o exagerar las potencias y sobre todo sus defectos, el comediante, moldea a su placer los cuerpos, los extiende y los retrae ante su público, se dirige al espectador haciéndolo consciente de su condición: - Ríe, goza al contemplar la vida manando, tú también tienes un cuerpo-.

En el relato platónico, una vez que ha superado las incomodidades del propio cuerpo en la forma de un ataque de hipo, Aristófanes atrae la atención de sus escuchas señalando un hecho fundamental: En efecto, todos los presentes se han puesto de acuerdo hasta el momento sobre el poder de Eros, su reinado sobre los hombres y su grado de influencia, su señorío. Para la comprensión del amor en los cuerpos, es preciso, por instrucciones del mismo Aristófanes, centrar nuestra atención en la propia naturaleza humana y las modificaciones que ha sufrido. Como todo buen relato que se refiera al origen mismo de las cosas, es necesario remontarse al primer acto creador. Según Aristófanes, los seres humanos nunca hemos sido los mismos, menos aún, en comparación a aquellos primeros seres creados por los dioses y de los cuales todos provenimos. En el principio era la esfera, figura que simboliza lo creado de manera completa, perfecta, equidistante del centro a la periferia en todos sus puntos. La comicidad de la imagen abre el apetito del público, ¿Esferas? En efecto, perfección con leves agregados; dos pares de piernas y la misma cantidad de brazos, una cabeza que compartía dos rostros, motricidad efectiva que les permitía rodar ágilmente, un par de sexos pendientes del borde de la esfera, que entregaban sus dones a la tierra de modo que los nuevos seres, dice Aristófanes, se engendraban en la tierra. Todo esto aunado a una extraordinaria fuerza acompañada de vigor y orgullo.

Aunque en primera instancia el mito puede resultar perturbador (porque los mitos siempre terminan difuminando la frontera entre lo que fue, lo que es, y lo que debería ser), resulta importante hacer hincapié en esa voluntad comprensiva que representa el relato de Aristófanes. En efecto, los seres humanos tuvimos que ser creados a imagen y semejanza del cosmos, de hecho, como marca la tradición helénica, cada uno de nosotros, en tanto participa de la armonía universal, constituye un microcosmos. Por tanto, qué mejor forma podrían haber tenido nuestros antecesores que la forma esférica, símbolo de perfección, de lo que, al fin, ha dado su salto cualitativo hacia lo terminado. En tanto que símil del macrocosmos, los géneros humanos tendrían que identificarse también con los meteoros hasta entonces conocidos; la luna, el sol, la tierra, como elementos más visibles e importantes. Los astros se convierten en el elemento que al interior del mito, es capaz de dar razón a una de las preguntas más complejas que el ser humano se ha hecho, a sí mismo y a sus semejantes; ¿por qué tenemos un sexo?, ¿por qué yo tengo algo que tú no tienes?, ¿por qué tu tienes algo tan diferente a lo que yo tengo?, ¿para qué se usa y en qué circunstancias? (Sí, de “eso” también se ha encargado la filosofía). Nos remitimos entonces a ese primer estado infantil de anonadamiento y sorpresa. Y tú querido lector, si en su momento tuviste la misma inquietud, ¿cómo pudiste dar respuesta a esa pregunta trascendental? Aristófanes entonces, quizá con la sabiduría de un padre que puede reírse de estas “cosas del mundo” porque sabe (ha saboreado demasiadas historias y las ha hecho suyas, historias que comienzan siempre con: en el principio era…) nos mira con ternura y afirma que tanto en lo pequeño como en lo grande, lo principal es el orden. En ese sentido, los niños son como son por estar consagrados al sol, astro rey, a la tierra, las niñas, ella también femenina desde antaño. A la luna le pertenece un ser complejo, un hibrido del sol y la tierra, una esfera cuyos sexos colgantes del borde de la esfera no se parecen entre sí, ese ser es ni más ni menos, un andrógino.

Desde luego, todo relato primigenio que se precie, habrá de tener un conflicto que provoque la tensión y en este caso la ruptura. Aristófanes comenta que a pesar de las grandes virtudes que poseían aquellos seres esféricos, su mayor defecto, su falta y su ruina resultó ser el orgullo. Insolentes y pagados de sí mismos, aquellas criaturas intentaron retar a los dioses, cegados por tal pasión, no pudieron percatarse de que su batalla, de antemano perdida, les traería graves consecuencias. Apropiado hubiera sido su exterminio de no ser porque entre aquellos seres y los dioses ya se habían creado lazos de mutua necesidad, pues, de haber desaparecido la raza humana, ¿quién rendiría ofrendas a los dioses? La ingeniosa sentencia vino de Zeus, el más sabio entre los divinos, quien dio la orden de partir a aquellos insolentes. Con la misma facilidad con que se puede partir un huevo cocido utilizando un hilo, Hefesto, dios de la fragua, se encargó de la tarea. ¿Cuánto dolor pudo causar aquel procedimiento? De la herida hubo que juntar los bordes, plegar las carnes y anudarlas al centro, para comprobar el hecho, basta con que cada uno de nosotros se mire el vientre, a la mitad del que a la mitad fue cortado está el ombligo. Después de todo aquello, basta voltear la cabeza, para que la criatura al mirarse recuerde su falta y comprenda la razón de su estado incompleto.

La imagen siguiente que el comediante nos ofrece de aquellas criaturas escindidas resulta enternecedora. Terminado el procedimiento con el cual fueron castigados, se buscan los unos a los otros, se abrazan fuertemente, intentan fundirse y regresar a aquello que antes fueron y desde luego, su nuevo estado hace imposible la fusión. Es por ello que, al concentrar todas sus energías en el inútil intento de regresar al estado originario, la raza humana comenzó a perecer. Al ver esto, Zeus se apiadó de los hombres y siendo dios sapientísimo, hizo girar los genitales de los humanos para colocarlos al frente, debajo del nudo-ombligo. Sólo entonces la raza humana pudo hacer de la fusión de los cuerpos un evento poético, en tanto productor. Sólo así aquellos seres pudieron salvarse de la extinción y sobre todo, una vez satisfecho su deseo más apremiante, podían dedicar su tiempo a otras actividades que aseguraran su permanencia. El arte y la ciencia advienen sólo en tanto se satisface el deseo.

El viejo recurso de la comedia, la lente y el espejo que agranda, distorsiona y modifica la imagen de los personajes, y, al mismo tiempo, devuelve su reflejo al espectador, lo hace participar, vuelve al mito frente a nosotros, se ríe con nosotros. Pero qué tontos, qué hilarantes son estos mortales, cuan extraños y deformes con esas cavidades y protuberancias. Ellos, nosotros que alguna vez fuimos tan ambiciosos, inteligentes, autosuficientes y cercanos a los dioses, ahora locos, melancólicos y a veces rabiosos, hacemos de la inserción de una protuberancia en una cavidad, asunto de suma importancia. Y es que el castigo insoportable, aquello por lo que somos dignos de risa, no es otro que la falta, la pérdida de la armonía. Y los dioses se ríen de nosotros, como dice Marta Nussbaum, de esos que “quieren ser como dioses y ahí están, intentando meter un trozo de sí mismos en un orificio de otro; o bien, y esto es aún más cómico, suspiran por llenar con una cosa un agujero propio” .

El mito cómico de Aristófanes representa un punto de inflexión dentro del diálogo platónico. Ya antes los demás convidados tuvieron a bien hablar de la divinidad del amor, de su belleza, de su gloria. Entonces la discusión versaba sobre si Eros había sido el primero y más viejo de los dioses o el regordete acompañante de Venus, que como Apolo, hiere desde lejos con sus flechas. A Eros, como en el discurso de Pausanias que precedió a Aristófanes, también se le atribuyó el ser vínculo social por excelencia, lazo virtuoso mediante el cual el amado y el amante (entidades ontológicamente similares) se unen en el lecho, la palestra, el ágora o el campo de batalla. Y así también, siguiendo el discurso de Erixímaco, Eros es médico, pues es la fuerza que asegura la unión armónica de los elementos del macrocosmos. Ante todos estos discursos, sólo una palabra aguda, certera y democrática como la de la comedia es capaz de hacer tambalear ciertas opiniones románticas sobre el amor. –Señores, basta de discursos rosas-, parece decir Aristófanes a punto de soltar una carcajada, -eso que ustedes llaman amor, es la historia de los cuerpos contingentes y de la vulnerable condición de los hombres a causa del amor.

El mito de la escisión atrae la consciencia de los espectadores, convidados, escuchas y lectores hacía un asunto fundamental: el género humano y sus particulares caminan heridos por el mundo. En efecto, la pasión con que las criaturas escindidas buscan retornar a su naturaleza primera sólo se explica a partir de la necesidad apremiante de aliviar un dolor, de sanar del todo una herida. En ese sentido, como nos comenta Martha Nussbaum, “el cuerpo es fuente de limitación y dolor, las criaturas no se sienten uno con él y desearían poseer uno diferente, o tal vez ninguno” . Eros a quien otros mitos personificaron y dieron atributos humanos, se convierte para Aristófanes en una potencia cuya finalidad principal es el alivio del dolor humano. Ante el dolor de la primera pérdida, Eros se manifiesta como deseo del reencuentro. Sin él y hasta que Zeus se apiadó de los hombres y les permitió unirse, los hombres también debían enfrentar el dolor de perderse los unos a los otros pues “deseosos de unirse en una sola naturaleza, morían de hambre y de absoluta inacción, por no querer hacer nada separados los unos de otros”. También habitaba entonces en la humanidad, el dolor de desaparecer. Eros entonces hará cumplir el gran papel de ser la fuerza vinculante que asegure la permanencia de la vida. Y ahí van las mujeres y los hombres, (una vez partido el andrógino primigenio), o las mujeres con las mujeres (de la esfera de la luna) o los hombres con los hombres (cuya esfera se consagró al sol) a enfrentarse unos con otros, a formar parte de un azaroso juego de colisiones (los cuerpos ya no son flexibles y las fusiones perennes aunque deseadas, son siempre incompletas), para que la ausencia, la nostalgia de lo que fuimos duela un poco menos.

En efecto, el amor atrae los cuerpos sin que estos dejen de constituir el límite para el retorno a la naturaleza. También el mito plantea la posibilidad de que dado el caso, el dios Hefesto, apiadándose de los seres que una vez cortados buscan reunirse, les ofrezca la unión permanente de los cuerpos. En dado caso de que ocurriera un milagro así, estaríamos ente la posibilidad de abandonar nuestro estado necesitado y alcanzar ahí la plenitud. Vueltos una vez más a la totalidad llegaría por fin la paz a los ansiosos corazones, encontrando a aquel ser que una vez formó parte de nosotros mismos, cesaría por fin el poderoso escozor de las pasiones. Dado el caso, ¿aceptaríamos entonces la propuesta del dios para fundirnos por siempre a nuestra otra mitad? Y cómo rechazar una oferta así, si a cambio de ella accedemos nada menos que a la inmovilidad. ¿Qué otra pasión puede mover a un ser esférico que reencontrarse a sí mismo? La paz de una esfera consiste en no necesitar más del exterior. Si recordamos, aquellos primeros individuos fueron autosuficientes y su supervivencia estaba asegurada en tanto pudieran seguir dejando su estirpe en la tierra. En el país de las esferas toda relación se anula así como toda búsqueda y toda necesidad se ve colmada. La esfera que se encuentra a sí misma no desea ni echa de menos, y sobre todo, no duda. Eros en tanto fuerza que une los cuerpos, como nos dice Martha Nussbaum, se convierte entonces en la “aspiración a convertirse en un ser sin deseos contingentes” Y, después de todo esto, tú lector, ¿estarías dispuesto a que el dios te cosiera eternamente a tu amorcito, para formar una esferita de felicidad?

lunes, 15 de diciembre de 2008

¿De dónde salió el motor inmovil?


Toda alma es inmortal. Porque aquello que se mueve siempre es inmortal. Sin embargo, para lo que mueve a otro, o es movido por otro, dejar de moverse es dejar de vivir. Solo, pues, lo que se mueve a sí mismo, como no puede perder su propio ser por sí mismo, nunca deja de moverse, sino que, para las otras cosas que se mueven, es la fuente y el origen del movimiento. Y este principio es ingénito. Porque, necesariamente, del principio se origina; pero él mismo no procede de nada, porque si de algo procediera, no sería ya principio original. Como, además, es también ingénito, tiene, por necesidad, que ser imperecedero. Porque si el principio pereciese, ni él mismo se originaría de nada, ni ninguna otra cosa de él; pues todo tiene que originarse del principio. Así pues, es principio del movimiento lo que se mueve a sí mismo. Y esto no puede perecer ni originarse, o, de lo contrario, todo el cielo y toda generación, viniéndose abajo, se inmovilizarían, y no habría nada que, al originarse de nuevo, fuera el punto de arranque del movimiento. Una vez, pues, que aparece como inmortal lo que por sí mismo, se mueve, nadie tendía reparos en afirmar que esto mismo es lo que constituye el ser del alma y su propio concepto. 245 c-d Fedro. Platón. Gredos, Madrid. p. 340

lunes, 8 de diciembre de 2008

Lucha Libre Mexicana: la máscara, el rito y el espejo


Lucha Libre Mexicana... la máscara, el rito y el espejo.
Por: David Esquivel

Existe una opinión generalizada, entre aquellos que se han acercado de soslayo al mundo de la lucha, sobre su condición de deporte falso, de evento charlatán. La lucha libre en efecto, sale por mucho de la categoría de deporte oficial, si bien exige de sus practicantes las mismas virtudes atléticas que otros deportes “reales”. La condición de supuesta falsedad, pierde su importancia en la medida en que se considera la relación entre el público y luchadores; es entre estos dos elementos indispensables de la lucha que se establece un pacto que conduce a la verosimilitud. A decir de Roland Barthes: “Al público no le importa para nada saber si el combate es falseado o no, y tiene razón; se confía a la primera virtud del espectáculo, la de abolir todo móvil y toda consecuencia: lo que importa no es lo que cree, sino lo que ve”[1]. A sabiendas de que la lucha es un evento que goza de previsibilidad, sobre el cual resulta imposible hacer apuestas, el juego propuesto tiene un contenido y una dirección diferentes a las del deporte convencional. Si el resultado final deja de ser relevante, el goce de la lucha se determina en la visión del instante.

La contemplación de la Lucha Libre exige del espectador la habilidad para hilvanar un rosario de imágenes. El espacio del ritual se alza en el corazón de la gran urbe. La Arena México, recinto al que la tradición a tenido a bien nombrar “La Catedral”, convoca en una o varias sesiones semanales a profanos y devotos. El objeto de culto, como en los antiguos ritos realizados por los griegos, requiere, a decir de Barthes, que el espectador se encuentre a la espera de la imagen momentánea de determinadas pasiones.[2] El teatro griego como rito, ya fuera comedia o tragedia lo representado, era un sitio donde los participantes podían tener visiones que daban razón y fundamento a la dinámica de la vida misma. La lucha está ahí para representar de alguna manera el origen mítico de una colectividad muy reciente, la comedia humana a partir de la cual se gestó la sociedad urbana en el México del siglo XX y la dinámica bajo la cual sigue funcionando, tal y como comenta Roland Barthes:

[El catch, la lucha] Se trata, pues, de una verdadera Comedia Humana, donde los matices más sociales de la pasión (fatuidad, derecho, crueldad refinada, sentido del desquite) en­cuentran siempre, felizmente, el signo más claro que pueda encarnarlos, expresarlos y llevarlos triunfalmente hasta los confines de la sala. Se comprende que, a esta altura, no importa que la pasión sea auténtica o no. Lo que el público reclama es la imagen de la pasión, no la pasión misma.


El origen del luchador, como de otros tantos personajes que integran el universo del barrio, se encuentra en la provincia. Los luchadores, son hijos o nietos de inmigrantes que en busca de mejores oportunidades se forjan bajo los golpes de las fuerzas vivas que los reciben en La Capital. La Ciudad de México durante la primera mitad del siglo veinte, se concibe como el espacio flexible que se ensancha aquí y allá para ir albergando a los futuros “chilangos”, ese mismo espacio, cuando se estira al máximo, pierde flexibilidad y se desgarra para formar una herida abierta por donde se puede observar la cara trágica de las vecindades o los barrios de “olvidados”. La posibilidad del lugarcito para acomodarse y la certeza de que donde comen dos, comen igualmente tres o cuatro, se encuentra vigente. El carácter necesario para abrirse paso es responsabilidad del recién llegado. De la presencia de tal carácter, de la capacidad de curtirse depende el futuro. Es así que de manera ambivalente, podemos encontrar el célebre y triste caso de Don Jacinto Cenobio, abismado y rotundamente perdido en la infierno de la capital o bien, a la siempre alegre y combativa Borola Burrón, personaje inolvidable de la historieta de Gabriel Vargas, La familia Burrón, viva imagen del pundonor, el cinismo y la valentía requeridos en la gran ciudad. Borola es la mujer completamente aclimatada al ajetreo urbano, la que no teme liarse a “moquetes” en defensa de los suyos, para ella como para muchos otros, la calle es ya un espacio para el combate. A decir de Carlos Monsivaís, la vida de uno de los personajes más emblemáticos de la lucha libre mexicana, como lo fue Rodolfo Guzmán Huerta, El Santo, es un ejemplo claro de esta adaptación:

Rodolfo Guzmán Huerta, El santo, nace el 23 de septiembre de 1915 en Tulancigo, Hidalgo, y muere en 1984 en la Ciudad de México. En 1920 su familia se traslada a la capital, por el rumbo de El Carmen, y allí Rodolfo opta por el gran recurso de los niños sin recursos: el triunfo deportivo. Juega fútbol y béisbol, aprende lucha olímpica y, finalmente (el argumento económico es la vocación más personal), Rudy y sus hermanos se dedican a la lucha libre en las arenas chicas: la Roma Mérida, la Escandón, la Libertad… ¡Qué tedio tan atractivo! Por una paga inferior a lo simbólico, y un crédito que se extravía en carteles ruinosos, donde la iluminación lo único que permite es intuir al adversario, y lo estímulos corren por cuenta de las transas de los promotores y los insultos lanzados con ganas exterminadoras. ¡Échenles cascarazos, más dolorosos que las mentadas!”[3]


El barrio abraza a sus hijos recién llegados a veces hasta asfixiarlos, pero al mismo tiempo abre ventanas por donde se cuela la pura vitalidad. El deporte es uno de esos caminos particulares del barrio. Caminos sin duda vedados para el fresa, para el clasemediero, para aquel a quien las opciones de la vida se abren sin necesidad de “partirse la madre”. “Lagunilla mi barrio, casta de campeones”. La cáscara de la calle cubre al potencial crack, a los puños recios y la quijada templada, la reciedumbre y la agilidad de los cuerpos. El ambiente en que esto sucede, lejos de ser espartano, está permeado por la chacota, la constante prueba de las habilidades, de la hombría. La perdición como siempre asecha en cantinas y lupanares, en ambiguas formas femeninas, que merman y ablandan a la vez que entonan seductores cantos de sirena. No hay triunfos fáciles, el talento, si ha de manifestarse, lo hará de forma silenciosa, con timidez adolescente. En el mundo de la lucha, todo Hércules potencial ha de pasar por las más variadas pruebas físicas y existenciales. El gimnasio del barrio ha de gestar al futuro Héroe, lo mismo para el box que para la lucha, entre cuerdas pelonas y lonas recosidas cientos de veces, el olor acre de sudores añejos, las improvisadas pesas, los espejos rotos, bajo la mirada vigilante de los ídolos colgados en el improvisado panteón en los muros. Desde ahí se abren las primeras oportunidades, los espectáculos pequeños, las arenas exigentes, correosas, las que ponen a prueba el orgullo y la “madera”. Es en estos primeros lances, donde tiene que ocurrir el evento mágico que decide el futuro del joven luchador, la creación del personaje. En el caso de El Santo, como comenta Carlos Monsivais, ocurrió de la siguiente manera…

“Rudy Guzmán es un nombre sin “garra” y no pregona mérito o estilo. Con prosa adoratriz, el biógrafo de El Santo, Eduardo Canto, refiere el cambio de appeal. Un buen día, el árbitro y matchmaker Jesús Lomelín, observa al talentoso Rudy y a su falta de imagen. Para triunfar, le dice, un luchador necesita una personalidad vistosa. Persuadido Rodolfo se enmascara y aparece Murciélago II (en honor a Jesús el Murciélago Velásquez que, en el entarimado, abría su bolsa llena de murciélagos, que hacían las delicias de los espectadores en las alturas). Sin influencia de la filosofía existencial, Lomelín persuade de nuevo a Rodolfo: “Tienes que ser tú mismo y para eso tienes que ser otro”, y le recuerda a Simón Templar, alias El Santo, héroe justiciero de las novelas policiales de Leslie Charteris y de una serie cinematográfica. Rodolfo acepta y surge El Santo en el universo del Wrestling o del Catch-as-catch-can, en la Arena Nacional, la Arena México, la Arena Coliseo en la capital, la Arena Anáhuac de Acapulco, la Arena Canada Dry de Guadalajara, la Arena Monterrey, el Palacio de los Deportes en Torreón.” [4]


La creación del personaje precede la apertura del telón, la puesta en marcha de la máquina de sueños. Máscara, persona y personalidad son vocablos unidos desde que los griegos abrieron el espacio de la representación dramática. Al enmascararse, el joven talentoso se individualiza y al mismo tiempo abstrae su historia, su origen, lo vuelve signo en forma de glifo azteca, maya o egipcio, de un vértice agudo en la comisura de los labios... cuernos, pelucas, orejas puntiagudas, misterio. El universo de elementos inspiradores de máscaras y personajes de lucha es casi infinito. Demonios multicolores y entidades metafísicas varias (ángeles, santos, místicos), fenómenos meteorológicos, atributos puros con o sin sustancia, adjetivos heroicos o reprochables. Ya sea confeccionada en telas multicolores, mucho brillo y lentejuela, o piel de cabra (lujo vedado a los novatos), la máscara es un elemento definitorio en la historia de un luchador. De la impresión que cause en el respetable depende en gran medida el futuro. Pero, las máscaras ahora consagradas, las máscaras símbolo; aquellas que se encuentran en la calle sin preguntar, en el cine, en la televisión, en los puestos de periódicos, en el imaginario del pueblo, en el deseo del niño que vuela desde lo alto del armario hacia la cama, son el resultado de un arduo proceso de construcción simbólica. Su valor se mide en litros de sudor, estilo, congruencia con las leyes no escritas del espectáculo. Sólo aquel luchador capaz de abandonarse a sí mismo y ser otro, el personaje querido u odiado, siempre a la medida del público asistente, puede convertirse en una leyenda.

El fenómeno de la lucha libre, su nivel de audiencia y el grado de penetración en el imaginario del mexicano han variado a lo largo de las décadas. En principio, como espectáculo heredado por extranjeros que se aventuraron con la propuesta del Catch europeo y el Wrestling americano, la lucha se constituye como un entretenimiento limitado a los confines de las arenas. Un espacio de novedoso entretenimiento que en principio abarca círculos reducidos. Es hasta los años treintas y cuarentas, y al cobijo de los incipientes mass media mexicanos (la prensa y el cine, principalmente) que la lucha libre comienza a cobrar un impulso inusitado. Es entonces que las puertas se abren para la comunión masiva en el santuario de las pasiones urbanas. En el rito maniqueo del cual participa un número cada vez mayor de mexicanos. Las fuerzas universales en pugna, ocultas o evidenciadas en el gesto y la máscara, son ahora accesibles al gran público. Su manifestación, como en antaño, participa de los movimientos frenéticos y violentos pero al mismo tiempo de la norma y la estructura indispensables en toda llave bien lograda. Lucharaaaán a dos de tres caídas sin límite de tiempo, en el centro del ring, con gesto adusto, como todo buen referee se encuentra Heráclito, quien como ningún otro supo inteligir que la guerra y la tensión entre los contrarios están a la base del orden del Cosmos. En cada esquina, Apolo y Dionisos, ¡qué gran nombre para un par de luchadores!


Es justamente ese carácter maniqueo de la lucha mexicana, con sus bien definidas notas en tensión, lo que hace de ésta un espectáculo inteligible. En el espacio central de lona y cuerdas se convierte, al aparecer desde el primer salto los ídolos del ring, en el escenario del drama universal. Los papeles a representar se vuelven sin dificultad evidentes a través del gesto de cada luchador. No hay azar posible en un mundo donde los buenos son muy buenos y los malos... lo mismo pero a la inversa. En lucha libre, la dialéctica mediante la cual se relacionan los elementos opuestos, rudos y técnicos, es la guerra, la violencia, la tortura. Pero en la lucha, como nos dice el mismo Roland Barthes, la tortura no es sino imagen porque “aun en estas circunstancias, lo que está en el campo de juego es sólo la imagen, el espectador no anhela el sufrimiento real del combate, se complace en la perfección de una iconografía”. [5]

Como en Grecia, la representación teatral de las pasiones humanas, cumple una función social, a la que el viejo Aristóteles en su poética tuvo a bien llamar Catarsis. Si consideramos el grado de complejidad urbana alcanzado por las dimensiones de un sitio como la Ciudad de México, en comparación con cualquier polis griega, encontrar una forma de representación que abarcara los diversos matices del eterno drama chilango, resulta una tarea digna de titanes. En el universo de la gran urbe, los traumas sociales a expiar resultan variopintos, desde las enormes brechas entre ricos y pobres, pasando por la marginación, la corrupción, la desigualdad, la alienación política e ideológica y todas las modalidades de la pobreza. Es natural entonces que la lucha libre se manifieste como forma de entretenimiento, a la vez que espejo de una sociedad en que la fuerza vital de los individuos es puesta a prueba constantemente. Para Carlos Monsivais la lucha libre permite a la colectividad:

“...conocer rápidamente los misterios de la representación dramática, le consigue una buena catarsis al módico precio de tres caídas. En esta esquina… incesto contra ceguera, lealtad familiar contra destierro, obtención del fuego contra buitres en las entrañas, máscara contra cabellera. Esquilo aplica un candado, Sófocles se lanza con un par de patadas voladoras, Eurípides estrangula a su rival entre las cuerdas. La lucha libre llama a las clases económicamente débiles a escena. Ya entenderán luego de política o de tragedia, ya distinguirán ente polis (ni se cual es mi distrito, ni se cómo se llama el diputado) y pathos (debemos tres meses de renta y para colmo a Javier le quitaron su chamba). El respetable público se encrespa y se desahoga y aúlla y hace lo que puede por encabezar un linchamiento acústico.[...] Rudos contra científicos, el bien y el mal y en los camerinos el luchador se quita la máscara y todos los presentes aceptan sin discutir sus razones para seguir usándola.”[6]


Para Roland Barthes, en su análisis semiótico del Catch-as-catch-can francés, el gozne sobre el que gira la representación de la lucha y su dinámica básica es un elemento moral, a saber, la justicia. Para el autor francés, el gesto previsible de los personajes malvados al recibir su castigo, vinculan a la multitud con la idea de “saldar cuentas”. El canalla de la historia “ese instable que sólo admite las reglas cuando le son útiles y transgrede la continuidad formal de las actitudes”[7], toma en la lucha libre mexicana el título de “Rudo”. Para Barthes, este personaje, como hombre imprevisible resulta un ser asocial, sin embargo, y paradójicamente, se convierte al mismo tiempo en el modelo de una cosmovisión. Un signo metafísico. Un indispensable, en la medida en que la “rudeza” resulte una constante de la vida en la ciudad. En la otra esquina de la representación, la del bando técnico, los buenos muchachos atraen la mirada de aquellos espectadores, casi siempre los niños, quienes no tienen la necesidad de expurgar las dolosas pasiones recogidas en el lado oscuro de La capital. Esa misma necesidad que rasga el espacio de la arena, con gritos como ¡Arriba los rudos!, o, los ya clásicos ¡Mátalo!, ¡Sácale los ojos! Y ¡Quiero ver sangre! Tales gritos, cargados cuando se puede de picardía y buen humor, son entonados desde la comodidad de una butaca, muy cerca del centro de la ciudad donde todo ocurre, con la seguridad que da el entendimiento de que las leyes del espectáculo coinciden a veces con las leyes del Universo.









Bibliografía

Barthes Roland, Mitologías, trad. Héctor Schmucler, 1999, Siglo XXI editores, México D.F.


Monsivais Carlos, Los rituales del Caos, 1995, Era, México D.F.
Días de Guardar, 1970, Era, México D.F.

[1] Roland Barthes, Mitologías, p. 8.
[2] Ibidem.
[3] Carlos Monsivais, Días de guardar, p. 334
[4] Ibidem.
[5] Roland Barthes. Op. cit, p. 10
[6] Carlos Monsivais, Días de guardar, p. 355
[7] Barthes., p. 14