miércoles, 15 de junio de 2011

De Apocalipsis y cosas peores.




Por David Esquivel.

Patmos Grecia es una pequeña isla entre otras tantas del Mediterráneo. Ahora, como otros tantos trozos de tierra que la rodean, es un sitio turístico fabuloso con arena blanca y mar azul intenso, casitas blancas y monasterios antiguos. Pero no siempre fue así. A finales del primer siglo de lo que luego se llamaría Era Cristiana, a Patmos llegó un tal Juan. No se sabe muy bien si llegó de vacaciones, si se bajó a estirar las piernas o si sus enemigos lo abandonaron a su suerte, cobrándole alguna factura y condenándolo al destierro. El origen y quehaceres de Juan siguen siendo un misterio. Durante mucho tiempo se creyó que este Juan era el mismo que había caminado los polvorientos caminos de Palestina con Jesús de Nazaret, el mismo al que María había adoptado como su hijo y que luego se fue por el mundo conocido a predicar el mensaje de su maestro. Otros piensan que este Juan es quien escribió el evangelio más tardío de la tradición cristiana, El evangelio de Juan, por supuesto, un texto de carácter gnóstico y un estilo muy distinto al de Mateo, Marcos y Lucas, los otros tres evangelistas. Pero ahí no termina la confusión, pues aún hoy en día se ignora si Juan, el que llegó a Patmos, es el mismo que 1) caminó con Jesús, 2) escribió el evangelio, 3) viajó por el mundo o ninguno de ellos. Lo cierto es que, en cuanto pudo, nuestro Juan se encerró en una cueva, habló con Dios y escribió el Apocalipsis.

Dejemos en duda el misterio de los Juanes y concentrémonos por un momento en el tema de este ensayo que es justamente el Apocalipsis. Agnósticos, ateos o practicantes de alguna religión, todos hemos escuchado alguna vez del Apocalipsis. Algunos, empujados por la malsana curiosidad, hemos hojeado la Biblia de la abuela hasta toparnos, en las páginas finales, con un texto complejo y misterioso, lleno de símbolos e imágenes. Lo que encontramos en aquellas líneas es el relato de una revelación hecha por Dios a un hombre para que éste, a su vez, difunda el mensaje a toda la humanidad. Dios habla y Juan ve. Las imágenes que se suceden son la advertencia atroz de que el fin del mundo y de la vida humana se acerca. Los actores de este drama cósmico son ángeles con trompetas, viejos barbados, corderos degollados, animales con atronadoras voces humanas, cuatro jinetes que esparcen la desolación, el hambre, la guerra y la muerte a su paso, la gran bestia, el Anticristo… material suficiente para alimentar las pesadillas de millones de seres humanos desde entonces.

Es cierto que los cristianos no fueron los primeros en tener un relato sobre el horroroso final de los tiempos. Si consideramos lo que los griegos o los mayas pudieron decir al respecto el Apocalipsis es texto bastante tardío en la tradición predictiva de cataclismos. Lo que hace relevante al texto de Juan es el hecho de formar parte del libro fundacional de la cultura occidental en la que estamos irremediablemente embarcados, nos referimos por supuesto a la Biblia. Cuando hablamos de Historia Bíblica, cuando en ella tratamos de buscar razones para explicar nuestro presente, los eventos nos son dados y no podemos asumir otro papel que el de espectadores.

Si seguimos curioseando la Biblia acabaremos por tener una versión de la historia que en resumidas cuentas podría ser algo así: Nada existe sino Dios. Dios dice y por acción de su palabra el mundo es creado. Por voluntad de Dios viene al mundo la vida y los seres humanos también. Adán y Eva se comen la fruta y desobedecen a Dios (que es omnisciente y sabía que lo iban a desobedecer, pero sin conflicto no se desarrolla la historia y seguiríamos atorados en el Paraíso). Se inventa el trabajo y el homicidio. Nos esparcimos por el mundo. Sodoma y Gomorra levantan la mano por la humanidad. Dios (que sigue sabiendo todo) inunda la tierra con la convicción de que la creación le ha salido mal. Tiene lugar el primer conato de fin del mundo. Noe y los animales (se salva el ornitorrinco pero el dragón y el unicornio no corren con la misma suerte). Dios firma un contrato en el cielo, con el arcoíris promete a los hombres que no habrá más intentos de acabar con ellos (por el momento). Profecías y eventos varios. El Faraón de Egipto no quiere dejar a medio hacer las pirámides y se rehúsa a liberar a los judíos. Por obra de Dios, los egipcios ven acercarse el fin de SU mundo con varias plagas. Los judíos buscan la tierra prometida vagando cuarenta años en el desierto. En una historia paralela, los romanos se hacen dueños del mundo. Los judíos, perseguidos durante milenios se ven ahora amenazados y se esparce entre ellos la sensación de estar sometidos a un poder diabólico que sólo la intervención de Dios o la aparición de un Mesías podría disolver. Nace Jesús. Romanos y judíos matan a Jesús. Resucita Jesús y sube al cielo. Nace el cristianismo. Juan llega a Patmos, Dios le dice que ha llegado el momento de acabar con el mundo, Juan escribe el Apocalipsis…



Las dimensiones del mundo conocido.

En los tiempos en los que Juan escribió el Apocalipsis las dimensiones del mundo se repartían entre los dominios del Imperio Romano y los misteriosos y bárbaros territorios más allá de las fronteras. En cuestiones de política no había mucho para elegir, en todo caso, las opciones se veían reducidas entre aceptar el dominio romano o estar contra él. Roma era para algunos el ombligo del mundo, la fuente de donde manaba la luz de la civilización, para otros, representaba un poder oscuro y depravado que sometía a los pueblos indiscriminadamente.

Es cierto que muchas comunidades asimilaron voluntariamente el modo de vida romano, otros pueblos como los judíos, fueron sometidos por la fuerza. Eventos como la supresión de una revuelta en Palestina y la destrucción del templo de Jerusalén en el año 70 d. C. incrementaron la tensión entre Roma y los judíos. El cristianismo nació justo en ese momento no como la religión mundial que es ahora, sino como una secta derivada del judaísmo. Pablo de Tarso fue el responsable de fundar el cristianismo como algo distinto del judaísmo, (él había sido criado como romano) con lo que dio forma y difundió el mensaje.

Más allá de la manifestación individual de la fe, las religiones han servido para dar cohesión e identidad a los pueblos desde el principio de los tiempos. Todos en el pueblo X se reconocen y procuran la satisfacción de sus intereses de forma efectiva si tienen una creencia compartida. Creer que Dios parece más una vaca dorada que un venerable anciano o que el cordero es riquísimo y el cerdo no tanto, son ejemplos de la forma en las religiones crean marcos de comportamiento que se resumen en una frase lapidaria: En mi casa lo hacemos así. El cristianismo, que en un principio había pasado desapercibido, comenzó a diseminarse en Roma, primero escondido en catacumbas y luego a plena luz del día. Los romanos abandonaban paulatinamente el modo de vida que por tantos años había significado el éxito del Imperio, se volvían cristianos, en casa dejaban de hacerlo así. Esta situación no agradó en medida alguna a los emperadores romanos. Efectivamente Roma se había desarrollado por vía de una interminable serie de batallas en aras de contener a los rijosos y mantenerlos a raya: cuando no fueron los teutones fueron los egipcios, cuando no fueron los griegos aparecieron los vikingos y cuando no fueron los cartagineses, eran Asterix y Obelix. Con los cristianos fue todo diferente ya que esta vez el enemigo estaba en casa.

De acuerdo con historiadores romanos y cristianos fueron Nerón y Domiciano quienes, con más fuerza, orquestaron varias campañas de persecución de los cristianos. El juicio sobre la intención de estos proyectos dependerá del bando con el que comulgue el lector. De ser romano, pensará en una acción de estado necesaria para preservar la unidad del Imperio. De ser cristiano, es probable que piense en los sádicos emperadores enviando por un cargamento de leones al África, metiendo a un grupo de asustados cristianos al circo, arrojando sus cuerpos en peroles de aceite hirviendo, crucificándolos de cabeza y gozando enormidades con el sádico espectáculo de su martirio. Juicios aparte, es cierto que muchos de los primeros cristianos fueron perseguidos, en muchos casos asesinados o como Juan de Patmos exiliados en islas casi desiertas. Es a esa condición de sujetos perseguidos que se debe un texto como el Apocalipsis, cuya promesa central es la administración de la justicia superior que viene de Dios y que se expresa con varias metáforas: separar la paja del trigo, la balanza en manos del jinete, la promesa hecha por dios a la tribus de salvar a sus 144,000 seguidores, etc. Y con la justicia de Dios vendrá el más justo de los castigos, pues no existe en el universo instancia superior. Quienes ahora persiguen serán perseguidos. Del juicio de la historia Domiciano se salva; el loco de Nerón, incendiando la ciudad y acusando de su crimen a los cristianos, no.

Personificando al mal.

Los cristianos heredaron del judaísmo la creencia en las profecías. Desde Elías, Amós, o Jeremías en el judaísmo pasando por Juan el Bautista o Juan de Patmos para el cristianismo, Dios ha encontrado la manera de comunicarse con los humanos por medio de la voz de estos personajes. Los profetas son individuos que han tenido una experiencia religiosa de íntima comunión con Dios, por lo regular llevan una vida modélica y, como elegidos, se encargan de divulgar el mensaje que han recibido. La imagen más poética del profeta es la del bibliófago, el que come libros, pergaminos entregados por Dios que Ezequiel y Juan ingieren, de forma que el mensaje de Dios se integra por completo a su cuerpo. Como líderes morales y religiosos en sus comunidades los profetas reciben de Dios la información de los acontecimientos por venir. Antes de que los eventos ocurran efectivamente, los profetas construyen la historia con anticipación y demandan de sus escuchas actuar en consecuencia de lo que “Dios ha dicho”.

Mucho antes del Apocalipsis de Juan, Dios ya se había comunicado con sus profetas varias veces, la mayoría de éstas era para dar aviso de un evento funesto. Con todo su mal carácter, el Dios del antiguo testamento comunicaba lluvias de fuego, la estrepitosa caída de murallas o el inicio de alguna nueva y sangrienta guerra. En el Apocalipsis es posible encontrar una referencia a las guerras que vaticinaron los viejos profetas cuando Juan habla de Armagedón: la sangrienta batalla definitiva que se dará entre las fuerzas del bien y del mal y en la que Jesucristo y los ángeles arrojarán al falso profeta y al anticristo a un lago de fuego. La palabra Armagedón es una construcción de Juan hecha a partir de las palabras: Har-Maggedo, que se traduce como la montaña de Megido. Este lugar que existe realmente en actual territorio de Israel, fue el escenario de varias batallas entre los hebreos y sus enemigos, una de ellas ocurrida al menos quince siglos antes del nacimiento de Cristo. Las batallas que Juan estaba librando para el momento en que escribió el Apocalipsis eran distintas a las del viejo Armagedón, pero invocar su recuerdo en una comunidad que conocía las antiguas profecías daba mayor énfasis y credibilidad a su mensaje.

Una buena parte de los intérpretes contemporáneos del Apocalipsis han intentado clarificar el oscuro significado del texto a partir del estudio del contexto en que fue escrito. Juan es un profeta de mensaje de Cristo y del modelo de vida cristiano y es bajo esa investidura que se comunica con los posibles lectores de su tiempo, siete iglesias esparcidas por el territorio de Mediterráneo: Éfeso, Esmirna, Pérgamo, Tiatira, Sardis, Filadelfia y Laodicea. Todas estas comunidades están bajo el dominio del Imperio Romano en tiempos difíciles para los cristianos. Es a ellos, pero también a sus perseguidores a quienes Juan se dirige.

En su comentario a la traducción del texto de Juan, hecha por Casiodoro de Reina y Cipriano de Valera, Cristóbal Serra nos dice: Todo lo que se escribe en el Apocalipsis, no sé si es nefasto, pero sí terrible. Una gran parte de los capítulos son amenazas, persecuciones, humillaciones, catástrofes y convulsiones de la naturaleza y de la sobrenaturaleza. En realidad, es muy difícil encontrar una profecía revelada por Dios a sus emisarios, que no consista en un colorido abanico de catástrofe. Ante esta situación el poeta Paul Claudel se preguntaba: ¿Por qué no habrá un Apocalipsis del bien como lo hay del mal? Y nosotros con Claudel nos preguntamos ¿Cómo sería ese libro? ¿Qué gozos prometería? Y en caso de existir ¿cómo hacer de él la llave que resuelva beatíficamente los problemas de cada tiempo? Como hasta el momento no sabemos de la existencia de un Apocalipsis del Bien, sólo podemos decir que el Apocalipsis de Juan es el catálogo de administración de mal con el cual Dios, soberano el universo, actúa en un orden moral que expresa y encarna la justicia de quienes lo representan.

El carácter fuertemente simbólico del Apocalipsis ha hecho de él un texto muy flexible. De esta forma, cada época que se ha acercado a él ha tenido la posibilidad de moldear los acontecimientos narrados a un contexto particular. Digamos que a cada momento la humanidad elige sus bestias. Para Juan, la bestia simbólica es la materialización del poder romano, sus siete cabezas son la representación de las siete colinas sobre las que se fundó el Imperio. El número de la bestia 666, no es sino una abreviatura numérica del nombre del emperador Nerón. Para intérpretes y épocas posteriores a Juan, la cosa fue distinta. Desde entonces, cada hambruna y cada guerra en el mundo han sido lideradas por algún misterioso jinete. Quince siglos después, para la encarnación del Anticristo ya no era el emperador romano, sino un monje llamado Martín Lutero, y para él, e el Anticristo no era otro sino el Papa católico. Para tiempos más cercanos a nosotros las fuerzas del mal eran el comunismo, el fascismo, el Fondo Monetario Internacional o el Imperialismo Yankee.

La primera advertencia que uno encuentra cuando accede a los textos bíblicos por vía de sus intérpretes más serios es la de evitar encontrar en los profetas un fundamento para la manifestación de las propias ideas. El gran problema surge cuando somos testigos de todos aquellos episodios que han marcado negativamente la historia de la humanidad incurren en el mismo error. Obsesionados con las palabras, por su condición de saber revelado, sagrado, proveniente del mismo Dios, algunos han encontrado infinidad de códigos secretos y ocultos entre las líneas del texto, la llegada de Hitler al poder en Alemania, la nacionalidad del próximo Papa, la caída de las torres gemelas etc. Para esta línea popular de la investigación, las circunstancias y el significado de las palabras en el marco intelectual del tiempo en que fueron escritas es un asunto totalmente accesorio. Lo que importa en todo caso es seguir una dinámica de imposición del poder por vía de la interpretación de las palabras que vaya más o menos así: X escucha una voz que le dice que suba a la montaña, o que visite el bosque, que espere una señal en la fría celda de un monasterio medieval, o en la oficina de un funcionario público; A solas, sin testigos, Dios se comunica con él y le informa sobre el curso de los acontecimientos por venir. Investido de un aura de santidad, el mensajero indica, predice, determina, levanta su mano contra aquellos que se atreven a dudar: a través de su palabra el destino del mundo ha sido revelado.

Los fenómenos apocalípticos en cada época implican la posibilidad de determinar para otros, para los no creyentes o para los enemigos, la forma de su fin. En la parte final del Apocalipsis de Juan se niega la posibilidad de que en el futuro tenga lugar otra revelación del fin de los tiempos. Es por ello que desde entonces no se ha hecho ni se hará ningún agregado a la biblia, pues la tradición está fijada. Pero este pasaje tampoco se ha interpretado cabalmente y razones sobran para ello. Como nos dice Cristóbal Serra, el Apocalipsis, con su orgía de terrores ha sido en realidad una de los mayores agentes con los que la Iglesia ha mantenido su hegemonía sobre la idea de salvación humana.

En 1998 fue estrenada una película mexicana dirigida por Arturo Ripstein, El evangelio de las maravillas. Basada en un hecho real, la película da cuenta de un episodio apocalíptico contemporáneo ocurrido en el municipio de Turicato en Michoacán. El 13 de junio de 1973, Gabina Sánchez recibió un mensaje de Dios. El fin del mundo estaba cerca y Gabina junto al sacerdote católico Nabor Cárdenas, después conocidos como mamá Salomé y Papá Nabor, serían los responsables de fundar una comunidad de fieles a salvo de los vicios del mundo exterior. Se colgó una campana en la plaza del pueblo que debía ser tocada antes, solamente en el momento previo al fin, que fue anunciado primero para 1980, luego para 1988 y para 1999. Lo que comenzó como una comunidad puritana acabó por convertirse en un coto fuera de la ley. Investigaciones posteriores al previsto fin del mundo arrojaron que en Nueva Jerusalén Michoacán, papá Nabor y mamá Salomé, que encontraban la bestia apocalíptica en la degeneración del mundo exterior, acabaron por solapar una red de prácticas de perversión y prostitución de menores de edad a su servicio. El conflicto en Turicato, ahora relacionado con tráfico de drogas, aún está vigente.


La secta protestante de los Davidianos tiene su origen en una serie de acontecimientos proféticos que se remontan hasta el siglo XIX. Desde entonces la secta ha tenido varios líderes carismáticos que aseguran poseer el mismo don profético de Ellen G. White, la primera persona que recibió un mensaje de Dios y que se considera fundadora. Después de varios cismas y disputas internas, y ya en 1978, Vernon Howell se convierte en el nuevo líder de la secta. Creyéndose sucesor del Rey David, cambia su nombre a David Koresh y crea un centro llamado Monte Carmelo en la población sureña de Waco Texas. El FBI comienza a investigar a la secta davidiana después de recibir informes sobre acumulación de armas en el predio de los seguidores de esta secta Davidianos. En un primer enfrentamiento mueren policías y algunos miembros davidianos” de la secta, lo que desata una reacción todavía más intensa por parte de las autoridades. Monte Carmelo es sitiado por la policía durante 51 días hasta que se desata un incendio que termina con la vida de más de 70 personas entre las que se encontraba el líder de la secta David Koresh. Una vez terminado el incendio se encuentran pruebas de feminicidos y abusos infantiles cometidos dentro del centro de los Davidianos. En 1995, un ex soldado llamado Timothy McVeigh, que comulgaba con algunas ideas de los davidianos, hizo estallar una camioneta afuera de un edificio de gobierno, lo que mató a 168 personas entre ellas 19 niños. Aseguraba que los trabajadores del edificio estaban a favor del “Imperio del mal”.

Una semana antes de comenzar a escribir este artículo, en la ciudad de Nueva York, Robert Fitzpatrick, un pensionado del sistema de transporte, gastaba los ahorros de toda una vida de trabajo en publicidad para el fin del mundo. Para el evento, que ocurriría el 21 de mayo de 2011, Fitzpatrick invirtió 140,000 dólares que se convirtieron en anuncios repartidos por las calles, el metro y anuncios espectaculares. Cuando la prensa indagó sobre los anuncios y entrevistó a Fitzpatrick, él aseguró que era seguidor de un programa radiofónico donde el pastor evangélico Harold Camping reveló la fecha del fin del mundo y el cataclismo que terminaría con la humanidad, un terremoto que abarcaría toda la tierra. Era sábado, el trabajo, el amor, la fe y el odio encarnizado y estéril se sucedieron a lo largo de aquellas veinticuatro horas, como sucede a diario a lo largo y ancho de la tierra. Llegó el domingo y supongo que para Robert Fitzpatrik, el día siguiente al fin del mundo fue el más triste de sus días de jubilado. Harold Camping asegura que el fin del mundo todavía está cerca, lo ha predicho nuevamente para el próximo octubre.

lunes, 25 de abril de 2011

La condición postmoderna: un diálogo/relato para espíritus jóvenes. Dentro hay cosas de filosofía y un conejo.


La condición postmoderna: un diálogo/relato para espíritus jóvenes. Dentro hay cosas de filosofía y un conejo.

Por: David Esquivel.

A manera de relato

A finales del siglo XX, primero en el contexto de la arquitectura y luego en distintos espacios académicos, comenzó a circular el rumor de que, como decía Bob Dylan, los tiempos estaban cambiando y la civilización occidental estaba entrando en la postmodernidad. Muy probablemente el profeta del Folk no pensaba en lo mismo que Vattimo, Lyotard, Foucault o Derrida. Los tiempos en efecto, ya eran otros y tuvo que llegar el año de 1989 para que un grupo de alemanes fuera capaz de derribar un muro y con ello el mítico relato del socialismo que vendría a acabar con la desigualdad, la pobreza y la avaricia del ser humano. Aquel pequeño ser empollado durante el siglo XIX y que rompió el cascarón en la lejana Rusia a principios del XX, daba sus últimos suspiros en las calles de Berlín, veinte años antes de comenzar el nuevo milenio. Esto te lo cuento a ti como a mí me lo contaron mis padres, la televisión, uno que otro libro y mis profesores de filosofía. Tú y yo apenas nacíamos para entonces. Nos contaron también otras tantas historias: La Guerra Fría, unas de árabes, judíos y palestinos, varias de crisis económicas y una mentira grande y gorda llamada Neoliberalismo.

Al parecer, y otra vez, según cuentan, nos ha tocado venir al mundo en tiempos complejos, (un tal Fukuyama tuvo la ocurrencia de decir que estábamos frente al fin de la historia). Nacer en semejantes condiciones… ¡Qué poca madre! ¿No? Yo aún me pregunto si un asunto de este calibre tendría alguna importancia para alguien que hubiera nacido en el año 645 de la era cristiana. Lo imagino entregado al insomnio en una noche fría de invierno, acostado en su cama de paja: –Todavía faltan 876 años para que comience el Renacimiento, ¡Uuuuuta, qué hueva¬!–.

Para bien o para mal, desde un extremo o desde el puro margen, nos ha tocado participar del mundo occidental y sus discursos (hablamos castellano y poco más). Esto no es, en medida alguna, un asunto sin importancia. La forma como concebimos el mundo ahora, nuestra cosmovisión para que suene más chido, depende totalmente de ello. De haber conservado el modo de pensar de nuestros antepasados mesoamericanos, o de haber nacido en Ur o en Atenas nuestra concepción del tiempo habría sido totalmente distinta. Sabios astrónomos o humildes campesinos, concebiríamos el discurrir de esa cosa llamada tiempo como una concatenación de ciclos eternos, marcados por la destrucción y renovación de un sinfín de mundos posibles y todos a nuestro alrededor compartirían más o menos la misma idea. El mundo cristiano occidental no comparte esta noción antigua del tiempo. Para los cristianos, el Universo ha sido creado en un momento determinado, (concebible o inconcebible para nosotros, escrito en un libro o no, pero momento al fin), luego, el mundo deviene, “progresa”, se desarrolla, va del punto A al punto B, donde punto B quiere decir el fin de una línea, el Apocalipsis, el fin de los tiempos, la vuelta al paraíso perdido, etcétera, etcétera. Dadas estas circunstancias particulares no resulta extraño que desde nuestra situación, conservemos la tendencia de ver al tiempo como algo fraccionable y progresivo (de no ser posible tal vez no lo entenderíamos aún), como un conjunto de épocas. A la prehistoria le sigue la historia (la historia de la Historia, quiero decir). Civilizado el humano, capaz de dejar un testimonio escrito de su paso por el mundo, los demás podemos organizarlos: Antigüedad, Edad Media (tiempo oscuro entre dos luces, según dicen), el Renacimiento, la Modernidad y con sorpresa o no, la Postmodernidad.

Nuestro lugar en la historia de las ideas.

Sin saberlo ni pedirlo, se afirma y se rumora que la Postmodernidad se nos vino encima. ¿Qué carajos puede significar eso para un joven como tú o cómo yo o para quien con diez y seis años cayó muerto en Villas de Salvarcar y para quien busca trabajo y no encuentra junto a veinte millones de ninis más? ¿Quién como nosotros puede tener el desdichado lujo de pensar su mundo, su historia y ejercitarse en filosofía? ¿Para qué?

Pensar la postmodernidad puede verse como una actitud frente a un estado de cosas que incluyen a la historia, el saber, la ciencia, la tecnología, el lenguaje, la economía, la vida social e individual y todo lo que puede abarcar esa palabrota que es la Cultura. Dicen también los que saben, que la Postmodernidad es la condición en la que se encuentra el saber en las sociedades desarrolladas. La mayoría de los promotores de esta idea son o fueron profesores en universidades de países como Canadá, Estados Unidos, Francia, Inglaterra y algunos otros. Es muy probable que, bajo esta perspectiva, resulte imposible para nosotros el considerarnos postmodernos. Lo cierto es que algunas ideas no conocen fronteras y las repercusiones de lo que se discute en estos sitios tienen impacto en la vida de todos los seres humanos alrededor del mundo. Dadas las condiciones de injusticia prevalecientes, muchas de ellas heredadas de la modernidad, el tiempo no discurre de la misma manera por todos los rincones del mundo. Hace menos de cien años, mientras Europa y Estados Unidos disfrutaban de las mieles del progreso y los años locos, la Rusia gobernada por los zares seguía atrapada en la época feudal. De la misma manera, grupos humanos en la Sierra Negra de Puebla o entre las selvas de Chiapas, por citar sólo algunos casos, se debaten todavía por integrarse o no a una dinámica propia de la Modernidad: La pertenencia al Estado Mexicano como ciudadanos, la transformación de sus estilos de vida tradicionales y la adopción de otros distintos debido a la migración masiva, la pérdida de su identidad, etc.

México es el país en el que a ti y a mí nos ha tocado vivir, América Latina es también nuestra geografía, el lugar en donde más de quinientos millones de habitantes compartimos formas de vida similares. Ambos son espacios premodernos, modernos y postmodernos en donde las temporalidades se entrelazan ya que el devenir de nuestra historia no ha seguido, necesariamente, los pasos del otro Occidente más desarrollado. Unas veces a cuentagotas, otras en verdaderas oleadas, hemos abrevado de ideas que en muchos casos no se gestan en nuestras latitudes pero nos afectan irremediablemente. Pensamos en castellano, portugués, francés, las lenguas europeas de Cervantes, Vasco da Gama y Luis XVI. Confinamos al cajón del olvido al náhuatl y al quechua. Nos volvimos “modernos” a punta de espadas y catecismos, de tomos importados de la Enciclopedia Francesa y revoluciones región 4. Nos volvimos postmodernos por vía de ayudas caritativas disfrazadas de “proyectos para el desarrollo”, a punta de golpes de Estado y muros en las fronteras, revoluciones, guerrillas, vendiendo petróleo y mano de obra, instalando maquiladoras, consumiendo andanadas de publicidad y tomando Coca-cola. Y henos aquí, viviendo el pastiche de nuestra historia.

Creo que a estas alturas es más difícil estar seguros del asunto que tratamos aquí. Que si la historia va o viene, que si aquí nos tocó vivir y qué mal o qué bien, que el moderno soy yo y el postmoderno es aquel. Por difícil que parezca creer, han corrido ríos de tinta sobre este tema. Señores y señoras muy solemnes que se hacen llamar “académicos” organizan reuniones y coloquios, leen muchos libros, escriben otros tantos, hacen comentarios sobre libros que versan sobre otros libros escritos por un sujeto que vive al otro lado del mundo y que dice que sí, que vivimos en tiempos en los que la vida humana se rige por una serie de relatos y que de nuestra posición frente a estos relatos depende el tipo de mundo en el que vivimos. Si las cosas son así, si en realidad este es un asunto para tipos raros que leen mucho, hablan raro y usan lentes, entonces deberíamos dejar de preocuparnos. Si ellos han creado este galimatías pues que lo resuelvan solitos y todos contentos.

Vivimos en tiempos en los que pensar no está muy de moda. Dichoso tú que has podido alejarte un momento de la televisión o del cuchicheo banal y altamente adictivo de las redes sociales (yo apenas lo logro). La filosofía tiene fama de ser el ejercicio del pensar por excelencia. Al mismo tiempo semejante actividad carga con otros muchos prejuicios nefastos como su inutilidad, o la tendencia de sus practicantes a perderse en discusiones sin sentido, en choros interminables y hondos como abismos. Este asunto de la postmodernidad bien podría ser uno más de ellos. Sin embargo, en el panorama oscuro de estos tiempos creo que algo de respetable puede haber en una actividad humana que como la filosofía, despierte en nosotros el interés por comprender lo que sucede a nuestro alrededor. Más que una labor teórica propia de académicos, pensar en la existencia o no de una condición postmoderna puede ser un ejercicio relevante que, si bien no aporta respuestas contundentes sobre la forma de vida actual, sí puede llevarnos a plantear las preguntas adecuadas y actuar en consecuencia.

Situaciones postmodernas.
Sería bueno que el asunto este de la postmodernidad se quedara al margen de una discusión sobre el tiempo. Uno de esos temas para elucubrar en domingo y nada más. Sería mejor aún que alguien pudiera entregarnos un calendario con la muy pertinente leyenda: 2011, año chino del conejo y, por debajo: año 32 de la publicación de La condición postmoderna de François Lyotard, con la foto del conejito y del doctor Lyotard incluidas. Lo cierto es que los teóricos expertos nos advierten: Cuidado, este asunto va más allá de los almanaques. En algunos remotos rincones, de remotas universidades, tipos curiosos dedicados al innoble oficio de pensar se dieron cuenta de que no vivimos más en el mundo que Descartes, Kant, Hegel y Marx construyeron para nosotros. Un mundo ciertamente cómodo, tanto que si uno se daba el tiempo de mirarlo con calma resultaba hasta agradable. Los filósofos habían sido los arquitectos de una linda casa ubicada en el barrio Occidente, casi esquina con Modernidad. Adentro estaban perfectamente organizadas, como una colección de tazas en el anaquel, las categorías del entendimiento. En el refri dormían a buen recaudo la Res Pensante y la Res Extensa. El principio de razón suficiente era como un mullido sillón en el que se podía estar a todas anchas. Como otros muebles conocidos estaban también la idea de Espíritu Absoluto, de Revolución, de Yo y de Otro, de Burgués y de Proletario, de Consciente e Inconsciente… Y que sí, que la casa es bien cómoda y se vive de lo lindo, tout va très bien por la avenida del orden y el progreso.

La filosofía, que durante tanto tiempo sirvió a Occidente para legitimar las reglas de lo que tenemos a bien llamar conocimiento, como conjunto de saberes, no es otra cosa que uno más de los relatos sobre los cuales fundamos lo verdadero y nuestra posibilidad de comprender el mundo y actuar sobre él. Eso es justo lo que les interesa destacar a los que se han puesto a pensar en la Postmodernidad. Dejemos de ser ingenuos, seamos capaces de poner en juego la veracidad de lo que nos han contado. Una buena actitud de pensador de lo posmoderno es aquella que es capaz de plantarse con incredulidad frente a los grandes relatos.

Por supuesto que en Occidente hay de relatos a relatos. El impacto de cada uno de ellos en las formas de vida humana ha variado con el tiempo. Algunos hombres nacidos en el siglo XIX crearon el relato de un mundo idílico en el cual los obreros fueran dueños del fruto de su trabajo, la riqueza generada estuviera bien repartida y se desterraran del mundo la pobreza y el abuso. Hoy cada vez son menos los seres humanos que creen en esa ingenua posibilidad. La muerte de aquel relato significó el auge de otros. La posibilidad de hablar de post-modernidad radica justamente, en la caducidad de algunos de esos grandes discursos de la modernidad: El socialismo, el poder omnímodo del Estado, la ciencia como fuente de progreso y bienestar para los seres humanos, etc.

Quizás el más importante de estos relatos, considerando el impacto que tiene en las vidas de miles de millones de seres humanos sea el relato del Saber. Ya en el siglo XVI un brillante consejero de la corte inglesa de nombre Francis Bacon, ponía los cimientos del proyecto moderno al afirmar que el Saber es Poder. Poder para transformar el entorno y hacer de la razón el instrumento que llevaría a la humanidad a alejarse de los males que la aquejaron durante milenios. Poder para aplicarse en un sinfín de ámbitos y que la “luz de la razón” fuera una lamparita para explorar e iluminar los más sórdidos y oscuros rincones de la humanidad. Desde que nos bajamos del árbol hasta la invención de la escritura hay miles de años, pero entre los hermanos Wright y la llegada del hombre a la Luna, apenas unas décadas. La clave del éxito de estos primates que somos y seremos radica en nuestra capacidad para generar y transmitir información a las generaciones futuras. El relato del Saber es más que un relato en la medida en que consideramos sus resultados. Podríamos pasar horas y horas discutiendo sobre los incontables beneficios que la ciencia asociada a la técnica ha aportado al estilo de vida contemporáneo. Ahora te escribo esto desde una computadora barata y hecha en China, tú lo podrás leer en una nueva y fabulosa pantalla de plasma, tu prima la fresa en su nuevo IPad y luego todos seremos amigos en Facebook. Hasta ahí todo bien, el problema comienza cuando el cuento de hadas que era para los modernos el saber/poder se descompone y nos muestra su otra cara: Bajo preceptos estrictamente racionales, la modernidad encerró a los locos que vagaban felices por los campos ; ejerciendo esa misma razón se crearon exquisitos instrumentos de tortura, desde el aparato que aplasta dedos hasta la cárcel, el hospital, la escuela y la fábrica perfectamente vigiladas y perfectamente productivas. Y así, el relato del saber y su poder han generado una larga lista de linduras: desde el gas mostaza hasta la AK-47, las drogas de diseño, el Fondo Monetario Internacional, los talk shows y el insaciable deseo de consumir como enajenados hasta lograr el sueño de ser Totalmente Palacio. Nos lo han contado así y nosotros lo hemos creído.

Si unos relatos ya no son efectivos, si se han quedado guardados para los archivos de la historia occidental, hay otros tantos que han cobrado fuerza y que sin lugar a dudas impactan directamente a las formas de vida tanto en el mundo desarrollado como en el subdesarrollado. Es justo ahí donde todo este asunto cobra relevancia para nosotros. Se dice que los pensadores ilustrados del siglo XVIII eran afectos a plantar árboles de la libertad y a danzar en torno a ellos. Nadie podría culparlos por creer que la razón podría dar frutos positivos para la humanidad. La candidez de los modernos se transforma cuando somos capaces de ver cómo el criterio de eficacia asociado al saber/poder se manifiesta actualmente en nuestras sociedades. En algún rincón de La condición postmoderna, el Dr. Lyotard habla de la relevancia que tiene el criterio de eficacia para el mundo que vivimos, tanto en materia de justicia social como en términos de verdad científica. Los “decididores” del mundo han lanzado al mundo la nueva divisa: “Que todos seamos eficaces o nos aprestemos a desaparecer”.

Para estas alturas ya puede parecernos evidente que las ideas bajo las cuales se ha conformado nuestro mundo no son del todo inocuas. En el lenguaje del cual somos usuarios, en la forma en que nos movemos por el mundo y aceptamos vivir en democracias y participar de la sociedad de la información y del consumo subyace toda la historia del Occidente, moderno o post-moderno. Evidentemente no podemos hacer juicios absolutos sobre la positividad o negatividad de este nuevo estado de cosas llamado postmodernidad. En nuestra época disfrutamos de desarrollos con los cuales un moderno apenas soñaría. Los horizontes de la comunicación se han expandido de forma extraordinaria, la vida no sujeta a los estándares de la mediatización resulta cada vez más impensable y el aventurado Robinson de nuestro tiempo es aquel que tiene el valor de permanecer desconectado de la red por más de una semana. Vivir nuevos tiempos, regidos por nuevos relatos, trae consigo una serie de nuevos problemas que los filósofos y nosotros con ellos, pueden plantear. Si aceptamos que los relatos de nuestro tiempo se centran en la aplicación del saber científico, político y económico bajo el criterio de la mayor eficacia entonces también tenemos que tener la capacidad para asumir las consecuencias que esto tiene para nuestra vida y la de millones de seres humanos.

La generación del conocimiento y su aplicación en forma de tecnología son una característica compartida tanto por la modernidad como por la postmodernidad. Si para un moderno resultaba natural que las ideas tuvieran un impacto necesariamente positivo en la cotidianidad, en nuestros tiempos esto no resulta tan sencillo. A diferencia de aquellos, nosotros no podemos ser tan idealistas. Hoy vemos que aun cuando se genera conocimiento en grandes cantidades y de forma vertiginosa y nuestro acceso a estos desarrollos es más fácil que entonces, esto no ha significado una mejoría importante en las condiciones de vida de millones de seres humanos. Es cierto que ahora, algunas personas tienen acceso a vacunas de última generación, medios de comunicación en tiempo real y la posibilidad de estrenar una fabulosa rodilla biónica cumplidos los ochenta, sin embargo, para muchos otros persisten problemas como la creciente desigualdad, la marginación tecnológica y el rezago educativo.

En plena modernidad, el relato del saber estuvo asociado no solamente con la erradicación de la ignorancia y el malestar sino también con la producción de bienes y riqueza. El ideal burgués, del cual participamos todavía, ha llevado a la exaltación de valores como la eficiencia y la productividad. Debido a ello nuestros padres y los padres de sus padres y también nosotros, para qué negarlo, nos hemos casado con la idea de que el mejor estilo de vida posible es aquel en el que pasamos años sujetados a un sistema educativo (rueda de hámster idealizada) cuya misión principal es adiestrarnos para ingresar al mercado laboral y ser productivos. La productividad en tiempos postmodernos no se mide, como antaño, en metros de tela de lana producida por jornal, sino en el incremento de la capacidad humana para procesar información. Las necesidades de consumo actuales han generado una división extrema en el mundo. Los países ricos en el norte se dedican a producir publicidad, servicios, formas de entretenimiento y modelos de vida. Los países al sur que se han integrado al sistema, se convierten en enormes fábricas tecnológicas, como es el caso de India o China. Quienes no han podido dar este paso, han pasado a formar parte de un mundo informáticamente subdesarrollado, jodido por partida doble.

Al parecer, la posición de nuestro país en el mundo postmoderno no es del todo ventajosa. Durante las últimas décadas del siglo XX y la primera de este siglo, México se ha ido convirtiendo en un territorio maquilador. El progreso, decían los políticos, vendrá a nosotros como el maná del cielo en la medida que nuestra población se convierta en mano de obra calificada. El negocio es del todo ventajoso dado que educarse como mexicano y vivir como mexicano resulta mucho más barato que ser un obrero de GM en Detroit o de Nissan en Japón. Dadas las condiciones de nuestra labor técnica, los mexicanos no tenemos por qué participar del relato del saber. Nosotros nos limitamos a armar los frutos de una ciencia que cada vez nos es más lejana (quienes nos gobiernan lo saben y dedican menos del 1% del PIB al desarrollo de científicos mexicanos). Las herramientas que debemos tener para ser “exitosos” en el mundo contemporáneo no van más allá del manejo de una computadora y un “poquito” de inglés. ¿Para qué preocuparnos si lo que no se aprende en nuestro paso fugaz por la escuela se cubrirá después con lo que encontremos en la Wikipedia? ¿De qué le sirve a una sociedad como la nuestra que sus jóvenes sean capaces de pensar por cuenta propia?

Después de todo, de esto se trata nuestro diálogo. Si la postmodernidad existe o si se trata de un parto mutante de la modernidad, todo viene a resumirse en la creación de un pretexto para pensar, un pretexto compartido por ti y por mí. En las tesis sobre Feuerbach, un tipo llamado Carlos Marx se quejaba amargamente de que los filósofos no habían hecho otra cosa que pensar el mundo. Si pensar el mundo no ha sido suficiente y si aún somos capaces de reconocer el mal radical de la injusticia, entonces debemos asumir la responsabilidad que implica pensar el mundo para cambiarlo. El primer paso para un cambio implica la capacidad que tengamos para ser críticos frente a los hechos del mundo y las ideas que los sustentan. Efectivamente, la postmodernidad como relato tiene un lado oscuro que nos afecta. Debemos reconocer que el relato del saber/poder, aplicado a todos bajo el criterio de máxima eficacia, impacta la vida de algunos seres humanos de forma benéfica, pero al mismo tiempo ha generado verdaderas atrocidades que afectan la vida de muchos más. Gran parte del sistema en que vivimos se mantiene gracias a la producción en masa de objetos de deseo. Deseamos ser como la rubia brasileña que usa Prada o ser exitosos como Messi, lo que no lograremos si no compramos sus zapatos Nike. La sociedad actual ve con buenos ojos y eleva a la categoría de virtud el denodado y absurdo esfuerzo del humano que trabaja para obtener tales objetos de deseo (somos el burro que persigue la zanahoria atada al palo). Al mismo tiempo, esa misma sociedad se extraña al ver que cada vez más jóvenes se unen a las filas del crimen organizado, sin percatarse de que ellos como el pequeño burgués, también han sido inoculados con el deseo de poseer esos nuevos “objetos sagrados”. Tal vez sea cierto que, en determinadas circunstancias, los sueños de la razón producen monstruos. Tal vez sea bueno que sigamos pensando.

En Santa María la Ribera, México, D.F. 10 de febrero de 2010.