lunes, 8 de diciembre de 2008

Lucha Libre Mexicana: la máscara, el rito y el espejo


Lucha Libre Mexicana... la máscara, el rito y el espejo.
Por: David Esquivel

Existe una opinión generalizada, entre aquellos que se han acercado de soslayo al mundo de la lucha, sobre su condición de deporte falso, de evento charlatán. La lucha libre en efecto, sale por mucho de la categoría de deporte oficial, si bien exige de sus practicantes las mismas virtudes atléticas que otros deportes “reales”. La condición de supuesta falsedad, pierde su importancia en la medida en que se considera la relación entre el público y luchadores; es entre estos dos elementos indispensables de la lucha que se establece un pacto que conduce a la verosimilitud. A decir de Roland Barthes: “Al público no le importa para nada saber si el combate es falseado o no, y tiene razón; se confía a la primera virtud del espectáculo, la de abolir todo móvil y toda consecuencia: lo que importa no es lo que cree, sino lo que ve”[1]. A sabiendas de que la lucha es un evento que goza de previsibilidad, sobre el cual resulta imposible hacer apuestas, el juego propuesto tiene un contenido y una dirección diferentes a las del deporte convencional. Si el resultado final deja de ser relevante, el goce de la lucha se determina en la visión del instante.

La contemplación de la Lucha Libre exige del espectador la habilidad para hilvanar un rosario de imágenes. El espacio del ritual se alza en el corazón de la gran urbe. La Arena México, recinto al que la tradición a tenido a bien nombrar “La Catedral”, convoca en una o varias sesiones semanales a profanos y devotos. El objeto de culto, como en los antiguos ritos realizados por los griegos, requiere, a decir de Barthes, que el espectador se encuentre a la espera de la imagen momentánea de determinadas pasiones.[2] El teatro griego como rito, ya fuera comedia o tragedia lo representado, era un sitio donde los participantes podían tener visiones que daban razón y fundamento a la dinámica de la vida misma. La lucha está ahí para representar de alguna manera el origen mítico de una colectividad muy reciente, la comedia humana a partir de la cual se gestó la sociedad urbana en el México del siglo XX y la dinámica bajo la cual sigue funcionando, tal y como comenta Roland Barthes:

[El catch, la lucha] Se trata, pues, de una verdadera Comedia Humana, donde los matices más sociales de la pasión (fatuidad, derecho, crueldad refinada, sentido del desquite) en­cuentran siempre, felizmente, el signo más claro que pueda encarnarlos, expresarlos y llevarlos triunfalmente hasta los confines de la sala. Se comprende que, a esta altura, no importa que la pasión sea auténtica o no. Lo que el público reclama es la imagen de la pasión, no la pasión misma.


El origen del luchador, como de otros tantos personajes que integran el universo del barrio, se encuentra en la provincia. Los luchadores, son hijos o nietos de inmigrantes que en busca de mejores oportunidades se forjan bajo los golpes de las fuerzas vivas que los reciben en La Capital. La Ciudad de México durante la primera mitad del siglo veinte, se concibe como el espacio flexible que se ensancha aquí y allá para ir albergando a los futuros “chilangos”, ese mismo espacio, cuando se estira al máximo, pierde flexibilidad y se desgarra para formar una herida abierta por donde se puede observar la cara trágica de las vecindades o los barrios de “olvidados”. La posibilidad del lugarcito para acomodarse y la certeza de que donde comen dos, comen igualmente tres o cuatro, se encuentra vigente. El carácter necesario para abrirse paso es responsabilidad del recién llegado. De la presencia de tal carácter, de la capacidad de curtirse depende el futuro. Es así que de manera ambivalente, podemos encontrar el célebre y triste caso de Don Jacinto Cenobio, abismado y rotundamente perdido en la infierno de la capital o bien, a la siempre alegre y combativa Borola Burrón, personaje inolvidable de la historieta de Gabriel Vargas, La familia Burrón, viva imagen del pundonor, el cinismo y la valentía requeridos en la gran ciudad. Borola es la mujer completamente aclimatada al ajetreo urbano, la que no teme liarse a “moquetes” en defensa de los suyos, para ella como para muchos otros, la calle es ya un espacio para el combate. A decir de Carlos Monsivaís, la vida de uno de los personajes más emblemáticos de la lucha libre mexicana, como lo fue Rodolfo Guzmán Huerta, El Santo, es un ejemplo claro de esta adaptación:

Rodolfo Guzmán Huerta, El santo, nace el 23 de septiembre de 1915 en Tulancigo, Hidalgo, y muere en 1984 en la Ciudad de México. En 1920 su familia se traslada a la capital, por el rumbo de El Carmen, y allí Rodolfo opta por el gran recurso de los niños sin recursos: el triunfo deportivo. Juega fútbol y béisbol, aprende lucha olímpica y, finalmente (el argumento económico es la vocación más personal), Rudy y sus hermanos se dedican a la lucha libre en las arenas chicas: la Roma Mérida, la Escandón, la Libertad… ¡Qué tedio tan atractivo! Por una paga inferior a lo simbólico, y un crédito que se extravía en carteles ruinosos, donde la iluminación lo único que permite es intuir al adversario, y lo estímulos corren por cuenta de las transas de los promotores y los insultos lanzados con ganas exterminadoras. ¡Échenles cascarazos, más dolorosos que las mentadas!”[3]


El barrio abraza a sus hijos recién llegados a veces hasta asfixiarlos, pero al mismo tiempo abre ventanas por donde se cuela la pura vitalidad. El deporte es uno de esos caminos particulares del barrio. Caminos sin duda vedados para el fresa, para el clasemediero, para aquel a quien las opciones de la vida se abren sin necesidad de “partirse la madre”. “Lagunilla mi barrio, casta de campeones”. La cáscara de la calle cubre al potencial crack, a los puños recios y la quijada templada, la reciedumbre y la agilidad de los cuerpos. El ambiente en que esto sucede, lejos de ser espartano, está permeado por la chacota, la constante prueba de las habilidades, de la hombría. La perdición como siempre asecha en cantinas y lupanares, en ambiguas formas femeninas, que merman y ablandan a la vez que entonan seductores cantos de sirena. No hay triunfos fáciles, el talento, si ha de manifestarse, lo hará de forma silenciosa, con timidez adolescente. En el mundo de la lucha, todo Hércules potencial ha de pasar por las más variadas pruebas físicas y existenciales. El gimnasio del barrio ha de gestar al futuro Héroe, lo mismo para el box que para la lucha, entre cuerdas pelonas y lonas recosidas cientos de veces, el olor acre de sudores añejos, las improvisadas pesas, los espejos rotos, bajo la mirada vigilante de los ídolos colgados en el improvisado panteón en los muros. Desde ahí se abren las primeras oportunidades, los espectáculos pequeños, las arenas exigentes, correosas, las que ponen a prueba el orgullo y la “madera”. Es en estos primeros lances, donde tiene que ocurrir el evento mágico que decide el futuro del joven luchador, la creación del personaje. En el caso de El Santo, como comenta Carlos Monsivais, ocurrió de la siguiente manera…

“Rudy Guzmán es un nombre sin “garra” y no pregona mérito o estilo. Con prosa adoratriz, el biógrafo de El Santo, Eduardo Canto, refiere el cambio de appeal. Un buen día, el árbitro y matchmaker Jesús Lomelín, observa al talentoso Rudy y a su falta de imagen. Para triunfar, le dice, un luchador necesita una personalidad vistosa. Persuadido Rodolfo se enmascara y aparece Murciélago II (en honor a Jesús el Murciélago Velásquez que, en el entarimado, abría su bolsa llena de murciélagos, que hacían las delicias de los espectadores en las alturas). Sin influencia de la filosofía existencial, Lomelín persuade de nuevo a Rodolfo: “Tienes que ser tú mismo y para eso tienes que ser otro”, y le recuerda a Simón Templar, alias El Santo, héroe justiciero de las novelas policiales de Leslie Charteris y de una serie cinematográfica. Rodolfo acepta y surge El Santo en el universo del Wrestling o del Catch-as-catch-can, en la Arena Nacional, la Arena México, la Arena Coliseo en la capital, la Arena Anáhuac de Acapulco, la Arena Canada Dry de Guadalajara, la Arena Monterrey, el Palacio de los Deportes en Torreón.” [4]


La creación del personaje precede la apertura del telón, la puesta en marcha de la máquina de sueños. Máscara, persona y personalidad son vocablos unidos desde que los griegos abrieron el espacio de la representación dramática. Al enmascararse, el joven talentoso se individualiza y al mismo tiempo abstrae su historia, su origen, lo vuelve signo en forma de glifo azteca, maya o egipcio, de un vértice agudo en la comisura de los labios... cuernos, pelucas, orejas puntiagudas, misterio. El universo de elementos inspiradores de máscaras y personajes de lucha es casi infinito. Demonios multicolores y entidades metafísicas varias (ángeles, santos, místicos), fenómenos meteorológicos, atributos puros con o sin sustancia, adjetivos heroicos o reprochables. Ya sea confeccionada en telas multicolores, mucho brillo y lentejuela, o piel de cabra (lujo vedado a los novatos), la máscara es un elemento definitorio en la historia de un luchador. De la impresión que cause en el respetable depende en gran medida el futuro. Pero, las máscaras ahora consagradas, las máscaras símbolo; aquellas que se encuentran en la calle sin preguntar, en el cine, en la televisión, en los puestos de periódicos, en el imaginario del pueblo, en el deseo del niño que vuela desde lo alto del armario hacia la cama, son el resultado de un arduo proceso de construcción simbólica. Su valor se mide en litros de sudor, estilo, congruencia con las leyes no escritas del espectáculo. Sólo aquel luchador capaz de abandonarse a sí mismo y ser otro, el personaje querido u odiado, siempre a la medida del público asistente, puede convertirse en una leyenda.

El fenómeno de la lucha libre, su nivel de audiencia y el grado de penetración en el imaginario del mexicano han variado a lo largo de las décadas. En principio, como espectáculo heredado por extranjeros que se aventuraron con la propuesta del Catch europeo y el Wrestling americano, la lucha se constituye como un entretenimiento limitado a los confines de las arenas. Un espacio de novedoso entretenimiento que en principio abarca círculos reducidos. Es hasta los años treintas y cuarentas, y al cobijo de los incipientes mass media mexicanos (la prensa y el cine, principalmente) que la lucha libre comienza a cobrar un impulso inusitado. Es entonces que las puertas se abren para la comunión masiva en el santuario de las pasiones urbanas. En el rito maniqueo del cual participa un número cada vez mayor de mexicanos. Las fuerzas universales en pugna, ocultas o evidenciadas en el gesto y la máscara, son ahora accesibles al gran público. Su manifestación, como en antaño, participa de los movimientos frenéticos y violentos pero al mismo tiempo de la norma y la estructura indispensables en toda llave bien lograda. Lucharaaaán a dos de tres caídas sin límite de tiempo, en el centro del ring, con gesto adusto, como todo buen referee se encuentra Heráclito, quien como ningún otro supo inteligir que la guerra y la tensión entre los contrarios están a la base del orden del Cosmos. En cada esquina, Apolo y Dionisos, ¡qué gran nombre para un par de luchadores!


Es justamente ese carácter maniqueo de la lucha mexicana, con sus bien definidas notas en tensión, lo que hace de ésta un espectáculo inteligible. En el espacio central de lona y cuerdas se convierte, al aparecer desde el primer salto los ídolos del ring, en el escenario del drama universal. Los papeles a representar se vuelven sin dificultad evidentes a través del gesto de cada luchador. No hay azar posible en un mundo donde los buenos son muy buenos y los malos... lo mismo pero a la inversa. En lucha libre, la dialéctica mediante la cual se relacionan los elementos opuestos, rudos y técnicos, es la guerra, la violencia, la tortura. Pero en la lucha, como nos dice el mismo Roland Barthes, la tortura no es sino imagen porque “aun en estas circunstancias, lo que está en el campo de juego es sólo la imagen, el espectador no anhela el sufrimiento real del combate, se complace en la perfección de una iconografía”. [5]

Como en Grecia, la representación teatral de las pasiones humanas, cumple una función social, a la que el viejo Aristóteles en su poética tuvo a bien llamar Catarsis. Si consideramos el grado de complejidad urbana alcanzado por las dimensiones de un sitio como la Ciudad de México, en comparación con cualquier polis griega, encontrar una forma de representación que abarcara los diversos matices del eterno drama chilango, resulta una tarea digna de titanes. En el universo de la gran urbe, los traumas sociales a expiar resultan variopintos, desde las enormes brechas entre ricos y pobres, pasando por la marginación, la corrupción, la desigualdad, la alienación política e ideológica y todas las modalidades de la pobreza. Es natural entonces que la lucha libre se manifieste como forma de entretenimiento, a la vez que espejo de una sociedad en que la fuerza vital de los individuos es puesta a prueba constantemente. Para Carlos Monsivais la lucha libre permite a la colectividad:

“...conocer rápidamente los misterios de la representación dramática, le consigue una buena catarsis al módico precio de tres caídas. En esta esquina… incesto contra ceguera, lealtad familiar contra destierro, obtención del fuego contra buitres en las entrañas, máscara contra cabellera. Esquilo aplica un candado, Sófocles se lanza con un par de patadas voladoras, Eurípides estrangula a su rival entre las cuerdas. La lucha libre llama a las clases económicamente débiles a escena. Ya entenderán luego de política o de tragedia, ya distinguirán ente polis (ni se cual es mi distrito, ni se cómo se llama el diputado) y pathos (debemos tres meses de renta y para colmo a Javier le quitaron su chamba). El respetable público se encrespa y se desahoga y aúlla y hace lo que puede por encabezar un linchamiento acústico.[...] Rudos contra científicos, el bien y el mal y en los camerinos el luchador se quita la máscara y todos los presentes aceptan sin discutir sus razones para seguir usándola.”[6]


Para Roland Barthes, en su análisis semiótico del Catch-as-catch-can francés, el gozne sobre el que gira la representación de la lucha y su dinámica básica es un elemento moral, a saber, la justicia. Para el autor francés, el gesto previsible de los personajes malvados al recibir su castigo, vinculan a la multitud con la idea de “saldar cuentas”. El canalla de la historia “ese instable que sólo admite las reglas cuando le son útiles y transgrede la continuidad formal de las actitudes”[7], toma en la lucha libre mexicana el título de “Rudo”. Para Barthes, este personaje, como hombre imprevisible resulta un ser asocial, sin embargo, y paradójicamente, se convierte al mismo tiempo en el modelo de una cosmovisión. Un signo metafísico. Un indispensable, en la medida en que la “rudeza” resulte una constante de la vida en la ciudad. En la otra esquina de la representación, la del bando técnico, los buenos muchachos atraen la mirada de aquellos espectadores, casi siempre los niños, quienes no tienen la necesidad de expurgar las dolosas pasiones recogidas en el lado oscuro de La capital. Esa misma necesidad que rasga el espacio de la arena, con gritos como ¡Arriba los rudos!, o, los ya clásicos ¡Mátalo!, ¡Sácale los ojos! Y ¡Quiero ver sangre! Tales gritos, cargados cuando se puede de picardía y buen humor, son entonados desde la comodidad de una butaca, muy cerca del centro de la ciudad donde todo ocurre, con la seguridad que da el entendimiento de que las leyes del espectáculo coinciden a veces con las leyes del Universo.









Bibliografía

Barthes Roland, Mitologías, trad. Héctor Schmucler, 1999, Siglo XXI editores, México D.F.


Monsivais Carlos, Los rituales del Caos, 1995, Era, México D.F.
Días de Guardar, 1970, Era, México D.F.

[1] Roland Barthes, Mitologías, p. 8.
[2] Ibidem.
[3] Carlos Monsivais, Días de guardar, p. 334
[4] Ibidem.
[5] Roland Barthes. Op. cit, p. 10
[6] Carlos Monsivais, Días de guardar, p. 355
[7] Barthes., p. 14

1 comentario:

Unknown dijo...

Me parece un artículo bastante interesante.
Sin duda alguna la lucha libre mexicana no deja de ser una representación tanto de un simbolismo identitativo de la mexicanidad como de un espectáculo donde se muestran la di-versificación de las atmósferas constantes que presenta nuestra característica propia de ser, nuestros antagonismos que tambien reflejan la religiosidad de un pueblo que lucha y se libera, se busca a través de una lucha.
Existir es vivir, vivir es luchar.

Buen artículo, saludos.